El desván del desdén.
Hay historias que rompen moldes
provocando arcada y cierto desespero. Esas que reinan entre sombras y
espantan al respetable cuando la luz desenmascara el secreto que
esconde tormento, la enfermedad de su horrendo protagonista, en este
caso, solitario a consciencia atado a ideario psicópata en diminuta
ciudad idílica a orillas de la mediterránea, en la costa
levantina...
Posiblemente acudiera víctima de mí
mismo, cargado con parca bolsa deportiva e ingente resquemor revenido
del adverso que me propinó la vida. Herido, añadiría sin intención
de adentrarme en ese dolor que todavía persiste latente en el baúl
de mis recuerdos, los malos, por supuesto. Pero llegué, hospedado en
un pequeño motel entre naranjales y acequias cercadas por juncos
vigorosos, el más económico de la zona, con la disposición de
depurar mi atiborrada mente y saborear platos universales de la
tierra engalanada por verdes parajes. Un respiro que esperaba
infundiera idéntico en el trastocado coleto obsesivo, dependiente
entorno a cuestiones simples que complicaba a cada calada del
cigarrillo moribundo frente a la atención entregada del cenicero.
Además, el consejo de mi interno melló perspectivas frente a las
nulas que albergara por aquel entonces, saliendo hacia el nuevo
destino con la vieja maleta vacía de certeros propósitos, una nueva
aventura.
Recuerdo las calles angostas y las
fachadas cal que morían en lo alto del rojo sangre de las tejas
centenarias, un paraíso quieto, parado, inamovible en el tiempo
siempre entregado al avance sin sigilo, deambulando sus varillas
asfixiantes mientras nada acontece en el momento que muere tras el
tic o el tac. Sin duda frecuentaba lares que atormentaban esperanzas
o ilusiones, las cuales quedaron postergadas a meras quimeras
infantiles destinadas al occiso cajón del olvido junto al drama que
padecí. Hasta que tropecé accidentalmente con Bárbara, refinada
lectora que pasaba sus años pintando en su estudio. Artista nada
reservada y dada al diálogo inteligente que fue capaz de encender la
bombilla empatía agotada en mis adentros. Y así mismo comenzó
todo, con un simple buenos días:
Puede que fuera su imponente físico,
atracción química mal disimulada en mis trémulas carnes
cincuentonas, o tal vez restituyera en mi alma comprensión mediante
conversación que desatascó en cierta medida mi obtusa ofuscación,
descubriendo que afuera también existe vida. No sabría concretar el
punto sentimiento que me traslado a la casilla existencia despertando
viejos anhelos, esos que empujan poderosos hacia la creencia frente a
ella, al respirar o comentar insignificancia que alza consecuencia
tras compartir con alma cercana a la propia. Un suspiro amartelado
quizá, un deseo irrefrenable por besar, abrazar, amar... Solo puedo
añadir que vi de nuevo sonrisa en mi tez frente al espejo óvalo del
diminuto cuarto de baño, esa mueca niña que creí desterrada de mis
días y noches. Incluso me abandonaron las pesadillas constantes a lo
largo de aquellos meses agónicos, olvidando hasta las deudas que
dejó mi ex en el cajón abandono tras abandonar incluso eso y lo
otro, todo, absolutamente todo. En su caricia occisa, falaz...
Fue en tarde de vulgar sábado ya que
para mí todos los días eran domingo siempre que gozase de su
compañía. Dejé sobre la mesita de noche el portátil y el molesto
móvil para cruzar la pequeña ciudad hasta alcanzar la orilla arena,
paseando, distendido, ilusionado y preso por pasiones que intentaba
frenar para no estropear lo idílico. Pensé que ella quizás también
andaba barajando tórrido encuentro, fuera víctima de su naturaleza
como lo estaba siendo yo de la mía. Aunque la prudencia imperó a la
espera de alguna señal que me condujera a la plena felicidad. Creo
que fue mi segunda adolescencia anegada por cordura que quebraba ante
la posibilidad de intimar con Bárbara, me visitó la felicidad
ensoñada mientras esperaba la plena...
Cuidado jardín presidía la entrada
del estudio, jazmín en el enrejado y varios cipreses en edad madura
denotaban cual monarcas de entre la variedad que vivía en las
cuidadas tierras. Crucé el pasillo de cemento hasta el porche
ataviado con mesa y sillas de mimbre teñido en bronce, varios
cuadros colgados en la fachada junto a cerámicas típicas de la
zona. Percatándome de la entreabierta abatible de físico madera
pino y pomo dorado, así que empujé suave asomando cabeza cual niño
entusiasmado que busca sorpresa desde la inocencia que lo convierte
en lo que es.
Las posibilidades reales se
entremezclaron con fantasías juveniles destilando panorama imposible
con posibilidades, es cierto que aguanté mis delirios por miedo a
topetar de bruces ante negativa, sufriendo su probable alejamiento y
regresando al vacío existencial de donde procedía. Así que tras
vocear animado, entré esperando verla, admirarla, escuchar su voz
celestial que tanto apacigua preocupaciones despertando instintos
básicos. Pero al igual que mal chiste a medio contar, hallé
soledades invadidas por silencios en aquel habitáculo artístico.
Lienzos donde se apreciaban parajes cercanos, personas felices,
reinos de la salada a media tarde y vasto universo que descifraba la
calidad humana tanto como su destreza artística. Nunca antes fui
testigo de tanto potencial impreso a pinceladas por sus tersas manos
con cuidadas uñas rojo apasionado. Simplemente me senté frente al
más enorme aun por terminar, una habitación entornada en grises con
ventana conquistada por la luz liberadora del astro rey, junto a
difusa silueta, mero esbozo a medio hacer, solo sombra... Solo
sombras...
Crujió la madera chivando movimiento
en le planta superior que me rescató regresando a la realidad; y sin
dudar, borracho por estúpida inocencia, subí la escalinata que
yacía pegada a la pared alcanzando el altillo... Esperaba descubrir
pasillo preñado por varias puertas dando con una pequeña y en mal
estado. La del desván, ese cuarto representativo donde se dejan las
pesadillas y los temores hasta que retornan vigorosos en noches
aflicción, aun solo resguardando viejos muebles, libros olvido e
infinidad de recordatorio abocado a su adverso. No pude evitar entrar
en la panza historia, en el templo de los secretos; mi curiosidad me
arrastró como en tantas ocasiones para plantarme estoico en el
centro buhardilla con sensaciones que bien conocía, que bien
conozco. La vida despierta y la ensoñada o dormida, dos planos
diferentes que convergen en las propias carnes diseñando al
individuo. Creo que aun no era consciente del plano real por culpa de
no otear más allá de mi propio interno, sobre todo cuando caminé
hacia la vieja mecedora abrazada por polvo décadas, la que muerta
encaraba la única ventana soportando telarañas cual única
compañía. Y allí estaba, acurrucada tras el enorme baúl verdoso,
quieta, inerte, occisa en esencia aun respirando acelerada, nerviosa;
cuando percibió mi presencia. Entonces, sólo entonces desperté.
Desde siempre preferí el gélido
acero, supongo que es herencia de aquellos domingos en familia allá
en tierras maternas, mamá sacrificaba conejo destinado a ser centro
del plato, siempre el mismo, arroz. Recuerdo que tierna lo colocaba
entre sus piernas acariciándolo mientras canturreaba aquel meloso
tema, el mismo que nos dedicó cada noche antes de dormir. Agarraba
las orejas del animal pisando delicada sus patas traseras para rajar
gaznate sin dejar de tatarear. Además, detesto que me miren en plena
agonía mientras sucumben a la asfixia, es un final que nada llena,
se lo aseguro...
―¿La
volviste a matar?
Doctor,
la muerte es selectiva, solo visita una vez. Volver a matar puede
resumirse en recordar íntimo acto que ambos compartimos en aquel
desván. Sueños desterrando pesadillas, ya me entiende.
―Háblame
de mamá.
No
tengo nada que decir al respecto, mamá fue un ángel sin alas,
condenado a la cárcel de la tragedia pagando con vida su hecatombe.
De ella solo quedan pasajes escuetos adobados por inmensa felicidad.
―¿Cómo
te llamas?
Me
llamo rabia, soy fruto directo de la impotencia frente a la
incoherencia cual refugio del débil. Aunque todo el mundo me conoce
como (…)
―¿No
recuerdas tu nombre? Puede que regresando al desván descubras quien
eres en realidad, ese asustado que se rechaza desde que mamá
enfermó. Si fueras capaz de visitarlo sin miedos que te cohíban,
sin brumas que disfracen, aceptando...
Me
llamo (…)
―Entiendo
la dureza de la pérdida que sufriste, un desquite de mal destino que
soportas cual peso que te condena atrapada en esa insulsa ensoñación.
Ni siquiera el arte te retorna al plano realidad por tus ansias de no
aceptar la tragedia y seguir tu camino en la vida. El sentimiento
otorga tristeza frente a la derrota, pero es inmune frente a la
realidad de lo que fuiste y eres, de lo que serás hasta el último
aliento de tu existencia.
Me
llamo (…)
―Fue
un rayo de esperanza vencida al convertirse en encuentro, realidad;
carne y hueso, y depositaste todo tu empeño por procurarle
felicidad. Es algo digno de admirar, consecuencia directa del amor
incondicional. Puedes regresar todas las tardes al desván desde el
diván, cruzar las llamaradas de tu infierno diseñado para regresar
a tu habitación a la espera de nueva sesión...
Me
llamo (…)
―Tu
hijo murió a manos de ese psicópata que te mantenía entre engaños,
no es culpa tuya, nunca lo fue...
Me
llamo (…)
―De
nada te servirá el repetido suicidio fantaseado, tienes la
oportunidad de levantarte, deshacer los nudos y abandonar el desván
del desdén para retomar esa otra pasión que dejaste olvidada tras
el asesinato de tu hijo, tras la locura de tu esposo que desencadenó
tu condena cuando enseñó su verdadero rostro... Vuelve a la
lectura, a tu universo artístico que tantas puertas te abrió en el
pasado. No eres él... Eres ella.
Me
llamo, Bárbara.
®Dadelhos
Pérez
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