LA BANCA SIEMPRE GANA por Dadelhos
Pérez
En una de tantas
ocasiones conocí a uno de esos solitarios, gente que huye de la
gente, del bullicio, de la luz del día, de la oscuridad nocturna e
incluso de su propia sombra. Ya sabe, los que cuando pasas junto a
ellos no percibes su existencia, andan tan quietos que parecen
estatuas, cualquier mobiliario urbano, puede que seto de jardín
adecentado o quizás una de tantas palomas que aterriza en centro
plaza picoteando insistente. De no haber tropezado con él no sabría
que pasó décadas malviviendo en las mismas calles que transitaba a
diario, aunque eso mismo me ocurra con cualquiera...
—No sé dónde pretende llegar,
señor. Pero sé cómo terminará, como todos.
Algo parecido le dije cuando
extendió palmas solicitando clemencia. Yo y mi mundo perfecto dando
lecciones al maestro de la vida, porque aquel destartalado con mirada
experimentada y arrugas tara heredadas de tantas y tantas batallas
perdidas, era eso, un auténtico superviviente sin pertrechos ni
refuerzos; se ofuscaba empeñado en seguir respirando alejado de
todos nuestros males, que según me dijo, son causa de mera
hipocresía no tildada de maldad en la mayoría de los casos. Aunque
hay perversiones que van más allá de lo justo desde su concepción.
Sabias palabras, sin duda, y más teniendo en cuenta lo que se le
vino encima.
—Todos inventamos excusas
frente a determinadas situaciones, echamos la culpa a los demás, al
tiempo, al presentador del noticiero, a la prensa o al quiosquero de
la esquina.
Eso no es verdad, quien inventa
excusas tapa sus faltas aun siendo evidentes, a la vista de todo el
mundo. Esa parte de nuestro ruinoso universo, lo impuesto, lo
políticamente correcto, el falso crédito que desacredita minuto a
minuto la sociedad. Dejando claro que existe dicha sociedad sólo
entre los cuatro de siempre, y el resto...
—¿El resto? Todos los días
escucho lagrimal con variopintas historias que señalan culpables
ajenos a los que pierden, los mismos que se sientan donde usted está
sentado, y lo hacen con gesto lástima. Nada de lo que pueda decir
cambiará la política del banco, señor. Somos una empresa, no las
hermanas de la caridad.
No, no son una empresa. Si fueran
una empresa al uso aceptarían las duras como cualquier otra, ustedes
se han convertido en el hampa legal, el cáncer de la productividad
amparándose en los ahorros de millones de trabajadores. Hurgan
consciencias con esa cantinela mientras asaltan la caja común frente
a cualquier desmán generado por ustedes mismos. El quiosquero de la
esquina que mencionó, cerró el pasado invierno y ahora, tras perder
hasta la ropa interior, malvive en una habitación mugre en el barrio
de los desheredados. Ese mismo donde invirtieron levantando ejércitos
de rascacielos y solo habitan las ratas. Aunque poco importa,
¿verdad? Sus inversiones están a salvo gracias al rescate, al
hurto, a la enorme estafa que deja a las claras que tipo de empresas
son ustedes. Verá, yo también soy empresario, autónomo eterno, aun
no tan grande, y nadie viene a rescatarme al ir en contra de la
naturaleza de mi profesión. No existen segundas oportunidades por
mucha literatura ambigua escrita sobre mí.
—Ahora si que me he perdido, me
encuentro en evidente fuera de juego.—Carcajeó
leve, mofándose.
No se preocupe, en mi profesión
uno se acostumbra a oír infinidad de escusas variopintas: (No lo
sabía, no puede ser, aún no es la hora, o la más recurrente...
¿Dónde está Dios?)... Aunque debo señalar la fortaleza de muchos
y muchas que ustedes tachan cual débiles, esos a los que diariamente
finiquitan sus sueños con desahucios programados para seguir
acaudalando sin importar lo que les ocurra, lo que generará su
desmesurada ambición errónea. El solitario que conocí apenas hace
unos minutos, el mismo que le hablaba, comprendió con endereza
mientras otros que dicen poseerla se esconden tras grandes marcas que
suenan amenaza redunda que infunda temor, y por lo tanto, control
sobre las masas. Usted es de ese tipo de gente, nunca alcanzará el
zenit por creerse sus propias falacias. Un envoltorio atractivo que
no envuelve nada. Un adicto al ensoñado despierto que juró
fidelidad echando las culpas a otros desde su cómodo sillón asalta
viejas. Incluso los atracadores con arma en mano y calza embutida en
la cabeza muestran más nobleza, aceptan los riesgos y suben la
apuesta colocando en el centro mesa su vida. Me sorprende siempre que
me toca recoger alguno, ¿sabe lo que me suelen decir?
—¿Es usted Alfonso Quijano?
Creo que le confundo con otra persona.—Agarrando el teléfono negro
de su inmaculado despacho para llamar a su despampanante secretaria.
Muestran gesto amistoso como si
mi presencia fuera la de un ser querido, algunos incluso bromean
animándome a cortar el hilo. Y sueltan airosos: “Te esperaba, hace
unos años pensé que por fin te conocería, cuando me rajaron en el
trullo. Me sorprende tu imagen, confiaba ver osamenta con manto noche
y guadaña”... Ya le dije que hay demasiada literatura sobre mí.
—Susana, pasa a mi despacho,
por favor.—Ordenó sin prestar atención a su extraño contertulio.
En cierto modo y aun pareciendo
injusto, adoro a los ladrones con pistola en mano, esos rebeldes que
se atreven con la vida ignorando a los cobardes que esclavizan al
resto sin apostar siquiera una de sus extremidades. Ellos comprenden
que el sentido frente a sus existencias no lo marcan las leyes, las
normas diseñadas para los asustados como usted (…) Los que
abandonan el barco a la mínima oportunidad alegando vanas excusas
que muestran sus auténticos rostros.
… Y no. No soy Alfonso Quijano.
Hace cinco minutos lo recogí de la acera tras arrojarse desde el
apartamento que le ha embargado, rodeado de su savia vital tanto como
por la muchedumbre que comenzó el rosario falaz: “Era una gran
persona, trabajador, padre de familia. No se merecía este final.”
Y durante su periplo para satisfacer vuestras exigencias todos le
dieron la espalda.
—¿Quién es usted?
—Soy un trabajador de la banca,
esa otra banca que solo opera con hipotecas. Vengo para zanjar la
suya, señor.
—La única hipoteca que tengo
es con esta entidad.
—Lo ve, tanta endereza piden a
los fustigados que se sientan donde estoy sentado. Tachando de excusa
su torturado presente y sobre todo exigiendo desde la verdad
verdadera que cree suya por derecho revenido de cierta resaca de
poder, que en realidad es gran mentira. Intenta inventando excusa,
pero no le servirá de nada. Cómo usted bien dijo: “No sé donde
pretende llegar, pero sé como acabará … Cómo todos...” Porque
a diferencia de su empresa, la banca, mi banca, siempre gana...
Ahora, estimado desestimador, cortaré el hilo, se acabó su insulso
tiempo. Su crédito vitalicio queda abortado.
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