LA CABAÑA por Dadelhos Pérez
(Capítulo
5, final)
Levantar
mirada para observar la cara del engendro, detenido, sin prisas, al
entender que la partida terminó en el mismo momento que entró en la
cabaña. Los diabólicos rasgos de la abominación fueron mermando
paulatinos hasta formar un rostro conocido, el mismo que todas las
mañanas se encontraba frente al espejo, su cara enjabonada...
—Mañana
es nuestro primer día de trabajo, Juan. Deberíamos entrar en casa y
preparar las cosas. ¿No querrás quedar mal en el
estreno?—Levantándose y caminando hacia la cabaña sin más,
atravesó la puerta medio podrida en su último truco de magia.
—¿Desde
cuándo?—En sus pensamientos, derrotado.
—Desde
siempre.—Resonó camuflado en el susurro del viento madrugada.
Anduvo
cabizbajo empujando la abatible con la diestra para descubrir de
nuevo las entrañas de la choza abandonada de donde emanó luz
reflejo. Cinco pasos le bastaron para plantarse en el centro
advirtiendo que no existía ninguna chimenea, tan solo un viejo
espejo de pedestal cubierto de polvo, y a sus pies, el saco de dormir
con un extremo carbonizado, la botella de ron venezolano todavía por
abrir, los pitillos y el mechero con el que prendió la tela...
—Intenté
destruirme para evitar el pasado...
—Suele
ocurrirte, pasan unos meses y te encuentras de bruces con el
comemierdas del espejo. Hasta que comprendes que no se puede cambiar
lo que todavía no ha pasado. Haz lo que tienes que hacer, Juan. Está
a punto de amanecer.
Agarró
sus pertenencias embocando pitillo, peinándose con los dedos de cara
al espejo, observando los destellos amarillentos de su perverso
reflejo. Y cuando los primeros rayos de luz se colaron por la
ventana, salió seriado entrando en el coche. Colgó en el retrovisor
aquel muñeco ridículo con pancarta en mano que decía: “ El
trabajo dignifica y su fruto moneda esclaviza en el reino de los
haraganes”...
Condujo
relajado por la bacheada hasta alcanzar el desvío, agarrando la
carretera dirección a la aldea tras descorchar la botella de ron,
prender nuevo pitillo y encender la radio en su último intento...
Sonaron los acordes de aquella canción de los cincuenta que solía
canturrear casi siempre. La vieja escopeta y el montón de cuchillos
que compró en la gasolinera, descansaban en el asiento de atrás
junto a la maleta, donde pasaron la noche...
—Llegó
el momento.—Mirando su reflejo que le sonreía desde el espejo
retrovisor y abrochando el cinturón de seguridad después de bajar
la ventanilla.—El cinto seguro, el cinto seguro...
Los
tiempos dejaron perseverancia ralentizando su marcha por la
asfaltada, surcando las hermosas colinas entre denso verde junto al
acantilado roca que seducía la clara zarca del lago. Enfrente, unos
destellos producidos por los rayos del sol al chocar sobre la lata
del autobús, la lejanía cercana del pasado que nunca fue, pero iba
a serlo tras superar el presente.
Aceleró
siguiendo el ritmo del animado tema musical palmeando sobre el
volante, gritando el estribillo mientras el cuatro ruedas alcanzaba
su velocidad punta y el autobús escolar lanzaba luces frente a su
locura. Cambió de carril para regresarse al correcto provocando que
el conductor del bus diera volantazo hacia el acantilado intentando
esquivar, gran error.
Un
segundo cuanto a penas y su vehículo salió lanzado hacia su presa
estrellándose en un lateral, precipitando al abismo a todos aquellos
inocentes...
—¡¡¡Bingo!!!—Gritó
eufórico desde la maraña de hierros en la que se había convertido
su automóvil.—Ahora viene lo divertido.
Prácticamente
salió a rastras por culpa de las heridas sufridas en la colisión,
no sin antes lanzar fuera la escopeta y la bolsa de cuchillos. El
rumor agónico de los niños que consiguieron salir a flote mellaba
el ambiente...
Se
quitó la camiseta advirtiendo que las heridas eran graves, sobre
todo en el pecho y costados... Por eso usó la prenda a modo vendaje
mientras los supervivientes nadaron y escalaron la roca sin llegar a
la cima. Usando la escopeta como bastón, se acercó al borde
descubriendo a cinco niños llorando que intentaban salir de las
cuchillas piedras llamando a sus madres...
—Recuerda
por qué estás aquí.—En su interno.—¡¡¡Sus cabezas!!!
La
piedad fue olvido y el recuerdo sólo proporcionó espanto a aquellos
pequeños inocentes en el epicentro del infierno. Lanzó sus restos
por el acantilado cuando advirtió el sonido de motor. A duras penas
llegó a sentarse apoyando su espalda contra la chatarra que fue su
carro, para caer de lleno en el remordimiento mirando sus manos
bañadas en sangre ...
—¡¡¡Dios
mio!!! ¿Qué he hecho?—Quedó mudo y pálido al instante, con ojos
asombro cuando no vio la enorme cicatriz en su palma diestra.
—Dios,
no tiene nada que ver en nuestros asuntos.—Cual susurro llevado por
el viento en soplido aguerrido, aun leve, que hizo caer la escopeta
apoyada en la chatarra.—Sabes que existe otro camino.
Agarró
el arma con dificultades, había perdido mucha sangre; la amartilló
y....
Las
noticias sólo hablaron de un nuevo accidente de tráfico en el punto
negro de la comarca, varias concentraciones en el acantilado orando
por las almas de los pequeños, el entierro multitudinario, las
flores, conciertos, recolectas, todo lo imaginable en memoria póstuma
y el olvido, porque todo se olvida; aunque siempre aparece algún
escritor mediocre que busca el éxito enlatado en un viejo auto que
apenas camina, con un mapa de papel, gafas de pasta y gorra. Como fue
el caso.
—Perdone,
buen hombre; ¿Podría indicarme como llegar a la cabaña del lago,
la de Juan Blanco?—Preguntó desde dentro del coche al operario de
la gasolinera que se acercó a la ventanilla provocando que girara su
cara por culpa de la pestilencia que desprendía.
—Conozco
bien esa cabaña, pertenece al bueno de Alfredo. Pero, si no le
importa, tengo en oferta una vieja escopeta de caza y unos cuchillos
antiguos, están de saldo. No pasan demasiados clientes y el negocio
anda fatal. El precio del arma supera los mil Euros, le haré una
sustancial oferta que no podrá rechazar; además, necesito el dinero
como respirar.
—¿Cuanto?
—Cien
euros.
Compró
atraído por la oportunidad como otros tantos que pasaron por el
negocio, para luego recibir las indicaciones del viejo pestilente,
fijándose en la cicatriz que tenía en la palma derecha que le llamó
enormemente la atención...
—No
tiene pérdida, la senda muere a pies de la cabaña.
Unos
mueren y otros vienen en sus búsquedas variopintas preguntando en la
gasolinera donde el extraño anciano peleado con el jabón, les hace
comprar antes de indicarles el camino a la cabaña del lago. Antes de
enfrentarles a sus peores pesadillas. Antes que les dé las llaves
del infierno.
FIN.
GENIAL!!!! maestro, me gusta mucho ese final sin final... He releído todos los capítulos, para poder disfrutar con ella.
ResponderEliminarMe alegra que te gustara, alma pura, ando justito de tiempo, besos mil
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